domingo, 6 de diciembre de 2015

Loco por misterio (2009).

                                               

A ellas. A quiénes veíamos y no tenían nombre.

Los cuatro amigos dejaban sus entretenimientos al atardecer y los cuatro caminaban hacia las Oblatas. Era verano y las noches tardaban en llegar. Ese verano las noches eran caprichosas, se hacían de rogar y entraban pausadamente desde el Puerto hacia Las Palmas, llevando la oscuridad al patio de las niñas cuando más a gusto estaban, ellas dejándose ver y ellos mirándolas.

Allí iban las chiquillas que no habían enderezado el rumbo o que su economía familiar era escasa, al menos eso decían. Procedían de otros lugares de las islas. Naturalmente de Ciudad Jardín -de donde venían ellos y donde estaba ubicado el colegio al final de la calle Campoamor-, no; pues las niñas pudientes iban a las Teresianas y las que rompían algún plato, sus padres completaban la vajilla enviándolas a un internado de pago en el extranjero.



A ellos, a quienes sus progenitores les salían los billetes por los bolsillos de la chaqueta, les gustaba alongarse en el muro que lindaba con el Paseo de Chil y verlas jugar. A ellas también les gustaba que las vieran, aunque fuera jugando. Acaso por eso, porque nadie las miraba con interés. Cosa de jóvenes, una mirada, una sonrisa, un coqueto contoneo y hasta un beso volado que siempre se convertía en robado, debido a la incansable vigilancia de las monjitas.

  Ellos tenían nombres, ellas no. Ellos eran Guillermo, Ricardo, Tomás y Paco. Ellas eran, en la distancia y viéndolas desde arriba, la de la melena rubia, la del pelo corto y ojos marrones, la alta y delgada de la mirada atrevida, la de la cara graciosilla y el culillo respingón. Y así llamaban a todas, hasta que Ricardo se fijó más de la cuenta y comprometió primero su interés y luego su corazón con la tímida y aislada del rincón. Los otros la llamaban así, tímida y aislada del rincón, porque no jugaba, sólo observaba  sentada en un rincón del patio con sus piernas abrazadas y apretando la falda de su uniforme para evitar imprudencias y con su mirada puesta en no sé qué.

Él, o sea Ricardo, la llamó Misterio. Empezó diciendo que tenía su cosilla y acabó afirmando que además de guapa era inquietante misteriosa e inteligente, pues se pasaba la vida pensando como el de la estatua. <<Sobre todo piensa y eso es un signo>>, decía. Los otros no estaban tan seguros de esa lógica pensativa y le echaban en cara que terminaría por meterse en líos y que su destino no tendría otro fin que el enamoramiento. Y eso era malo, pésimo en esas circunstancias y, además, peor para él, o sea para Ricardo, pues como habían escuchado en sus familias: “dinero desde la cuna”, y este caso olía a todo menos a cuartos.

Así que desde arriba, o sea desde el Paseo de Chil,  tres veían a muchas y uno a Misterio. Ricardo siempre con su mirada puesta en ella, en la que lo traía a mal vivir y sin que ella, ni siquiera, se hubiese percatado de su presencia. Y así un atardecer tras otro, ella  sentada en un rincón del patio con sus piernas abrazadas y apretando la falda de su uniforme para evitar imprudencias y su mirada puesta en no sé qué, y él adorándola alongado en el borde del muro del Paseo de Chil y en el silencio.

<<Cosas de la vida>>, argumentaba cuando las monjitas hacían sonar la campana que llamaba a ellas al recogimiento y a ellos los enviaba de regreso a sus hogares. En el camino sus amigos le decían que no, que iba por mal camino, que los amores sin alicientes desarretan  el pomo.

Y así pasó el tiempo. Y los otros, al ver que las oblatas guardaban sus pertenencias con eficacia abandonaron las visitas. Sin embargo, Ricardo siguió matando su pena asomado sobre el borde del muro.




Luego, se fue el verano y quedó atrás el buen tiempo. Y llegaron las obligaciones. Época de libros, estudios y el escarceo de los sábados por ver si Misterio aparecía. Pero como en la casa del pobre no siempre las penalidades duran la eternidad, una tarde, entre el toque de campana y el regreso al recogimiento, le llegó la felicidad en forma de mirada y sonrisa.

Y a él, este hecho, le supo a pastel de gloria :<<Me ha mirado y sonreído!>>. Y entonces cambió y pensó tanto como ella y repitió tantas veces como pudo que se sentía feliz y que aquella mirada y aquella sonrisa habían sido sólo el principio y que todo cambiaría a partir del momento.

Y del pick-up de su habitación desapareció Franz Schubert y con ello sus penas y tristezas. Y la semana siguiente se hizo lenta y pesada. Tan cansina como la condena de la clase de química y sus insufribles formulas. Hasta que llegó la luz del sábado para ir al Paseo de Chil a alongarse, para ver a su Misterio, quien se había convertido en mirada y sonrisa.

Y, efectivamente, allí estaba ella  sentada en un rincón del patio con sus piernas abrazadas y apretando la falda de su uniforme para evitar imprudencias y su mirada puesta en no sé qué, pero... sólo hasta que lo vio, pues en ese momento cambió el gesto de su cara y pasó a ser la sonrisa y la mirada que fue el último segundo antes de dejar el patio la semana anterior.

Y luego, fue tanta la emoción que abandonó su postura y levantándose corrió en dirección al muro para acercarse más a él aunque fuera en la lejanía. Y con su cara mirando hacia lo alto del muro, la sonrisa en  sus labios y aquellos brazos, que tantas horas habían entrelazado sus piernas, se cruzaron en forma de equis en su pecho mostrando su amor. Y él  volvió a sentirse feliz e impulsado por la fuerza de sus sentimientos se subió al muro y abriendo sus piernas y extendiendo sus brazos, en un intento desesperado por abrazarla, descansó su cabeza sobre uno de sus hombros y entonó a todo pulmón y sin complejos: << All you need is love..., All you need is love.... >>. Y fue entonces, mientras iba sonando el estribillo:“love, love, love...” cuando se escucharon los aplausos de todas las chicas del patio incluidas la de la melena rubia, la del pelo corto y ojos marrones, la alta y delgada de la mirada atrevida, y también, como no, la de la cara graciosilla y el culillo respingón.


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