A ellas. A quiénes veíamos y no tenían
nombre.
Los
cuatro amigos dejaban sus entretenimientos al atardecer y los cuatro caminaban
hacia las Oblatas. Era verano y las noches tardaban en llegar. Ese verano las
noches eran caprichosas, se hacían de rogar
y entraban pausadamente desde el Puerto hacia Las Palmas, llevando la oscuridad
al patio de las niñas cuando más a gusto estaban, ellas dejándose ver y ellos mirándolas.
Allí
iban las chiquillas que no habían enderezado el rumbo o que su economía
familiar era escasa, al menos eso decían. Procedían de otros lugares de las
islas. Naturalmente de Ciudad Jardín -de donde venían ellos y donde estaba
ubicado el colegio al final de la calle Campoamor-, no; pues las niñas
pudientes iban a las Teresianas y las que rompían algún plato, sus padres
completaban la vajilla enviándolas a un internado de pago en el extranjero.
A
ellos, a quienes sus progenitores les salían los billetes por los bolsillos de
la chaqueta, les gustaba alongarse
en el muro que lindaba con el Paseo de Chil y verlas jugar. A ellas también les
gustaba que las vieran, aunque fuera jugando. Acaso por eso, porque nadie las
miraba con interés. Cosa de jóvenes, una mirada, una sonrisa, un coqueto
contoneo y hasta un beso volado que siempre se convertía en robado, debido a la
incansable vigilancia de las monjitas.
Ellos tenían nombres, ellas no. Ellos eran Guillermo, Ricardo, Tomás y
Paco. Ellas eran, en la distancia y viéndolas desde arriba, la de la melena
rubia, la del pelo corto y ojos marrones, la alta y delgada de la mirada
atrevida, la de la cara graciosilla y el culillo respingón. Y así llamaban a
todas, hasta que Ricardo se fijó más de la cuenta y comprometió primero su
interés y luego su corazón con la tímida y aislada del rincón. Los otros la
llamaban así, tímida y aislada del rincón, porque no jugaba, sólo observaba sentada en un rincón del patio con sus piernas
abrazadas y apretando la falda de su uniforme para evitar imprudencias y con su
mirada puesta en no sé qué.
Él, o sea Ricardo, la llamó Misterio.
Empezó diciendo que tenía su cosilla y acabó afirmando que además de guapa era
inquietante misteriosa e inteligente, pues se pasaba la vida pensando como el
de la estatua. <<Sobre todo piensa y eso es un signo>>,
decía. Los otros no estaban tan seguros de esa lógica pensativa y le echaban en
cara que terminaría por meterse en líos y que su destino no tendría otro fin
que el enamoramiento. Y eso era malo, pésimo en esas circunstancias y, además,
peor para él, o sea para Ricardo, pues como habían escuchado en sus familias: “dinero
desde la cuna”, y este caso olía a todo menos a cuartos.
Así que desde arriba, o sea desde el
Paseo de Chil, tres veían a muchas y uno
a Misterio. Ricardo siempre con su mirada puesta en ella, en la que lo
traía a mal vivir y sin que ella, ni siquiera, se hubiese percatado de su
presencia. Y así un atardecer tras otro, ella
sentada en un rincón del patio con sus piernas abrazadas y apretando la
falda de su uniforme para evitar imprudencias y su mirada puesta en no sé qué, y
él adorándola alongado en el borde del muro del Paseo de Chil y en el silencio.
<<Cosas de la vida>>, argumentaba cuando las monjitas hacían
sonar la campana que llamaba a ellas al recogimiento y a ellos los enviaba de
regreso a sus hogares. En el camino sus amigos le decían que no, que iba por
mal camino, que los amores sin alicientes desarretan el pomo.
Y así pasó el tiempo. Y los otros, al
ver que las oblatas guardaban sus pertenencias con eficacia abandonaron las
visitas. Sin embargo, Ricardo siguió matando su pena asomado sobre el borde del
muro.
Luego, se fue el verano y quedó atrás el
buen tiempo. Y llegaron las obligaciones. Época de libros, estudios y el
escarceo de los sábados por ver si Misterio aparecía. Pero como en la
casa del pobre no siempre las penalidades duran la eternidad, una tarde, entre
el toque de campana y el regreso al recogimiento, le llegó la felicidad en
forma de mirada y sonrisa.
Y a él, este hecho, le supo a pastel
de gloria :<<Me ha mirado y sonreído!>>. Y entonces cambió y pensó
tanto como ella y repitió tantas veces como pudo que se sentía feliz y que
aquella mirada y aquella sonrisa habían sido sólo el principio y que todo
cambiaría a partir del momento.
Y del pick-up de su habitación
desapareció Franz Schubert y con ello sus penas y tristezas. Y la semana
siguiente se hizo lenta y pesada. Tan cansina como la condena de la clase de química
y sus insufribles formulas. Hasta que llegó la luz del sábado para ir al Paseo
de Chil a alongarse, para ver a su Misterio, quien se había
convertido en mirada y sonrisa.
Y, efectivamente, allí estaba ella sentada en un rincón del patio con sus
piernas abrazadas y apretando la falda de su uniforme para evitar imprudencias
y su mirada puesta en no sé qué, pero... sólo hasta que lo vio, pues en ese
momento cambió el gesto de su cara y pasó a ser la sonrisa y la mirada que fue
el último segundo antes de dejar el patio la semana anterior.
Y luego, fue tanta la emoción que abandonó
su postura y levantándose corrió en dirección al muro para acercarse más a él
aunque fuera en la lejanía. Y con su cara mirando hacia lo alto del muro, la sonrisa
en sus labios y aquellos brazos, que
tantas horas habían entrelazado sus piernas, se cruzaron en forma de equis en
su pecho mostrando su amor. Y él volvió
a sentirse feliz e impulsado por la fuerza de sus sentimientos se subió al muro
y abriendo sus piernas y extendiendo sus brazos, en un intento desesperado por
abrazarla, descansó su cabeza sobre uno de sus hombros y entonó a todo pulmón y
sin complejos: << All you need is love..., All you need is love....
>>. Y fue entonces, mientras iba sonando el estribillo:“love,
love, love...” cuando se escucharon los aplausos de todas las chicas del
patio incluidas la de la melena rubia, la del pelo corto y ojos marrones, la
alta y delgada de la mirada atrevida, y también, como no, la de la cara
graciosilla y el culillo respingón.
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