martes, 20 de febrero de 2018

El telegrama de Gaucín. (21.02.2018).




El niño nunca había visto llorar a sus padres. Tampoco que lo hicieran juntos. Estaban acostados en la cama de matrimonio cuando vivían en Ciudad Jardín. Aquella cama que había llegado de Lanzarote como regalo de boda de los padres de su mamá. Escaló confundido a lo alto del catre y saltó para colocarse entre ellos y llorar a trío sin entender nada. Pronto fue engullido por los brazos de sus progenitores y apretujado contra sus pechos. Ya eran uno solo cuando escuchó la entrecortada voz de su padre que decía: <<Pobre Mamá y yo sin estar a su lado en estos momentos>>. 

Aquel día no hubo siesta, ni tampoco su papá leyó el Diario de Las Palmas sentado en la mecedora mientras fumaba su cigarrillo Vencedor. A la mente del pequeño le llegaban, una tras otra, las imágenes de su Abuela María Joaquina en la Posada de Gaucín [Serranía de Ronda] cada vez que con sus grandes brazos lo cogía para llevarlo a su regazo y cubrirlo de besos. 

Sobre la cama que llegó de Lanzarote quedó el telegrama mojado por las lágrimas del dolor de tres y el sentimiento de lejanía e impotencia de un hijo que no pudo estar al lado de su madre, en el momento de su partida definitiva.

domingo, 11 de febrero de 2018

Dimitrov (11.02.2018).


                             
                                (Del libro A vista de Gaviota de Joaquín Nieto Reguera. Cíclope Editores 2007.)

Durante mucho tiempo comentaron la derrota del Campo de Las Brujas. Se lamentaban profundamente, pero decidieron no aventurarse a un nuevo fracaso sin tener una buena estratagema que resolviera la ofensa que habían recibido. Para la próxima ocasión no sería una simple escaramuza. Mientras, los encuentros continuaban y también los acontecimientos.

-Esta tarde, vendrá Dimitrov -dijo Jero.

Todos asintieron. A las tres estarían en las barandas de eucaliptos, lugar, junto a los jardines de la Piscina Julio Navarro, preferido para el encuentro de un grupo de chicos dispuestos a no regatear esfuerzos con tal de ser felices. Allí, sentados sobre los maderos y bajo un enorme laurel, exponían sus espaldas al frescor de los geranios, mientras las mentes volaban hacia las más insospechadas aventuras.

Se despidieron para ir a almorzar. No fue necesario fijar la hora del retorno, pues Dimitrov era puntual y todos lo sabían. Jesús, Jero y Quino reían recordando el primer encuentro con aquel extraño individuo, calle Alejandro Hidalgo abajo, mientras iban buscando sus casas. Lo vieron llegar una tarde soleada. Se les acercó moviendo su corpulencia. El hombre, un cincuentón desmejorado, se desplazaba a golpe de tórax lo que le sacudía como un camello sobre las dunas del desierto. Llevaba un traje que algún día fue gris, una camisa de pana con franjas azules y verdes, unas botas marrones de cuero de vaca destrozadas por el paso de los años y, finalmente, como complemento, dejándola caer desde su cuello hasta las rodillas, una interminable bufanda color rojo reventón que le proporcionaba un toque de distinción.

—¡Hola chirguetes! -dijo de entrada, lo que hizo que los amigos se miraran sorprendidos—¿Qué, a la sombra del loro? —continuó, mientras dirigía su dedo índice hacia el laurel y se pavoneaba teatralmente, —¡pues sí, una especie arbórea de nuestra vegetación macaronésica!

Nadie habló; luego, con el tiempo comprendieron que contestar, preguntar u opinar no entraba en los esquemas de Dimitrov. El monólogo y la puesta en escena eran sus fuertes No conocían su verdadero nombre, pues el que le adjudicaron se debió a sus grandes conocimientos [así les parecía] de los temas soviéticos, lo que suponía todo un atrevimiento en aquellos tiempos. Era usual que abordara la cuestión:

-Y nada digamos de los motivos que llevaron al pueblo a rebelarse contra el capital. Los zares fueron una ruina, de ahí la necesidad de la dictadura del proletariado y el fortalecimiento de espíritu soviético.

A ellos, hijos de militares, para quienes esa materia era tabú, tales lecciones les abría un nuevo mundo: ¿Y qué podemos decir del ejército rojo? —se contestaba: ¡Alabanzas!, ¡sólo alabanzas! ¡pues decimos que le debemos la expansión socialista por la Europa Oriental! —gritaba mientras hacía girar su cuerpo con los consabidos vaivenes... —¡Alabanzas!, ¡sólo alabanzas!—. Y cuando ya su cuerpo no le respondía, cansado por la representación, miraba hacia todos los lados para garantizar la intimidad del acto y, en contraposición al alto tono de su voz, bajaba el volumen al máximo, para continuar con su arenga: —algunos de los altos mandos de esta tierra, que nos los pintan como héroes, son unos principiantes en el arte de la guerra y el gobernar con espíritu solidario. ¡Aficionados, diría yo! —luego, dejaba intencionadamente un compás de espera para romperlo con solemnidad, al rematar la faena con la gorra en su mano izquierda: —¡Puros aficionados...!

Su procedencia era una incógnita. Por la cadencia del lenguaje, imaginaban que pudiera ser de alguna de las islas occidentales. Su exactitud horaria les hacía pensar que se producía como consecuencia de la necesidad de tener que visitar el comedor de algún familiar, ubicado en algún chalet de Ciudad Jardín. Esta hipótesis la barajaba Jesús y al resto no les parecía descabellada, pues sus buenos modales eran propios de una educación exquisita, muy amplia en conocimientos y con la característica de no usar nunca palabras malsonantes, lo que lo catalogaba como un hombre muy interesante.

—¡Es todo un personaje...! —dijo Quino mientras se despedían.

En sus casas no era usual hablar de política. Naturalmente, pasaron su infancia alejados de esos temas. Primero, por la procedencia profesional de sus padres y, también por la edad e intereses de la chiquillería, muy empeñada en disfrutar la vida. La diversión era una obsesión, así que nunca hicieron referencias a Dimitrov.

A las tres en punto, ocuparon butaca en aquel teatro en que se había convertido el exterior de la Piscina Julio Navarro. Una docena de chiquillos esperaban con ansiedad la aparición del primer actor. Era verano y, entre el calor y los estómagos llenos, estaban amodorrados, pero aguantaban con la ilusión de poder aprender algo y pasarlo bien. Además del olor a geranio, aquella tarde del año sesenta llegaban los sones armónicos de Summer de Vivaldi, tema elegido por el administrador del restaurante como fondo para amenizar el almuerzo de los turistas que se acercaban a aquel lugar y que muchas veces acababan las tardes bastante bebidos y haciéndose acompañar en improvisados coros.

Entonces, se levantó el telón y apareció Dimitrov. Llevaba su típica indumentaria, sólo que en esta ocasión cubría su cabeza con una gorra del ejercito de color añil.

—Si hay algo que me agrada es poder vivir la vida y disfrutar la solidaridad a pecho lleno. ¡Sin ataduras...! —estaba eufórico y les agradó-. ¿Eh, chirguetes, cómo les ha ido esta semana? —al igual que siempre, no esperó respuesta-: —¡Bien!, no podría ser de otra forma. ¡Ah juventud, divino tesoro! Pero, enseguida, cambió la dirección de su conversación:



                                              Ilustración de Elisa Betancort (2007)
 —Y como dijo el poeta: En trenes poseídos de una pasión errante, por el carbón y el hierro que los provoca y mueve, y en tensos aeroplanos de plumaje tajante, recorro la nación del trabajo y la nieve —hizo una parada y fue mirándolos, uno a uno, a los ojos y muy cerca de sus caras, lo que fue dejando rastros de su aliento. Luego, prosiguió recitando con estilo:
De la extensión de Rusia, de sus tiernas ventanas, sale una voz profunda de máquinas y manos que indica entre mujeres: Aquí están tus hermanas, y prorrumpe entre hombres. ¡Estos son tus hermanos...!
Sonaron los aplausos y le agradó. Así que lo demostró desfilando a la vez que tarareaba una canción pegadiza que, años después, algunos escucharon con asiduidad en las manifestaciones estudiantiles. Pero aquello duró poco; enfrascado en su actuación, no se percató de cómo, de un coche negro con cristales oscuros, bajaron tres hombres y una mujer. Se dirigieron a Dimitrov y, asiéndolo por el brazo, le dijeron con respeto:
—Vamos, señor. Ya es tiempo de volver...
Se despidió con una reverencia, mientras los chicos siguieron aplaudiéndole. La mujer, con un marcado acento extranjero, se dirigió a los espectadores:
—Bueno, chicos, se acabó la función. Vuelvan a casa que es la hora de la siesta...
Luego, se dispararon las hipótesis sobre la personalidad de aquel hombre. Lo cierto es que no lo volvieron a ver, ni jamás supieron su identidad. Algunos años después, enfrascado en la lectura, cayó en las manos de Quino un poema de Miguel Hernández titulado “Rusia”, que le transportó al recuerdo de Dimitrov, aquel extraño hombre entrañable y culto que a las tres de la tarde de los miércoles, allá en los meses de calor de los sesenta, contribuyó a que un grupo de chiquillos fueran un poquito más felices y se interesaran por formas diferentes de entender la vida.