El niño nunca había
visto llorar a sus padres. Tampoco que lo hicieran juntos. Estaban acostados en
la cama de matrimonio cuando vivían en Ciudad Jardín. Aquella cama que había llegado de Lanzarote como regalo
de boda de los padres de su mamá. Escaló confundido a lo alto del catre y saltó
para colocarse entre ellos y llorar a trío sin entender nada. Pronto fue
engullido por los brazos de sus progenitores y apretujado contra sus pechos. Ya
eran uno solo cuando escuchó la entrecortada voz de su padre que decía: <<Pobre Mamá y yo sin estar a su lado en estos momentos>>.
Aquel día no
hubo siesta, ni tampoco su papá leyó el Diario de Las Palmas sentado en la
mecedora mientras fumaba su cigarrillo Vencedor. A la mente del pequeño le
llegaban, una tras otra, las imágenes de su Abuela María Joaquina en la Posada
de Gaucín [Serranía de Ronda] cada vez que con sus grandes brazos lo cogía para
llevarlo a su regazo y cubrirlo de besos.
Sobre la cama que llegó de Lanzarote
quedó el telegrama mojado por las lágrimas del dolor de tres y el sentimiento
de lejanía e impotencia de un hijo que no pudo estar al lado de su madre, en el
momento de su partida definitiva.
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