Con el comienzo del bachillerato Quino dejó, a disgusto, el Colegio Salesiano. Su destino fue el de
todos, primero el Instituto de la calle Canalejas y luego el de Tomás Morales.
Allí, a partir del recreo de las diez y media las clases ya no tenían
sentido. Se trataba de esperar con ansiedad que el bedel hiciera sonar la
sirena que abriera las puertas para regresar a casa, aunque sólo fuera por dos
horas. Pero a pesar de que ya andaba con jilorio, el motivo principal de la
desesperación no era otro que tener la suerte de coger la guagua de las doce y
cinco.
Seguramente, sería a mediados de los sesenta. Las Palmas de Gran
Canaria aún olía a plataneras y jazmines. Le gustaba vivir en Ciudad Jardín, a
un paso del Colegio Salesiano, muy rodeado de zonas con jardines y espacios
abiertos para poder jugar. Realmente, no existía tanta distancia como para
coger medio de transporte, pero aquella guagua era muy especial.
Entonces, ya circulaban las que decían tener más confort y que
cerraban sus puertas automáticamente dando una orden de silencio. Luego, terminaron
por ser todas iguales, menos la de las doce y cinco. Fue la última de su género
en abandonar el servicio y hasta ese día fue su preferida.
No era nada confortable. Tenía dos únicos asientos de madera alargados
y separados por el pasillo central, una barra en el techo para sujetarse los
pasajeros que generosamente ofrecían sus asientos a las señoras y una cuerda a
modo de liña de tender que hacía sonar el timbre que avisaba parada. La puerta
delantera se ubicaba en el costado derecho del conductor y tanto ésta como la
trasera disponían de unos peldaños que eran aprovechados como descansillos del
cobrador.
La guagua de las doce y cinco tenía dos empleados. El conductor jamás
hablaba y es que se lo tenían prohibido, ni siquiera se conocía su nombre. Sin
embargo, el cobrador era un personaje muy original. Se llamaba Dominguito y
vivía en San José. Era grueso a placer y las ropas le ajustaban sin piedad sus
despreocupaciones y, por si fuera poco, tenía un sombrero demasiado chico para
aquella envergadura de cabeza. Colgaba de tal figura una cartera, donde metía
la caja de los tiquets y que según fuera el recorrido, podían ser de distintos
colores. Las perras gordas y chicas así como los duros y medios duros y pesetas
que eran las monedas más usuales, las ajustaba en hileras en el otro costado
del cajero metálico.
Fedac. Guagua antigua de Las Palmas de Gran Canaria.
Alguna vez la cogía a tiempo, otras debía correr y colgarse de los
asideros para dar un salto y caer en la escalinata. Le encantaba. Luego, ya
sentado, venía Dominguito a cobrar:
-¡Hola Zumalacárregui! -le apasionaban los nombres
históricos y cada día usaba uno distinto:
-¿Cómo te fue en el
purgatorio?
- Bien, Dominguito, muy bien, gracias -era su única respuesta; de todas formas, el repaso era de obligado
cumplimiento.
-¿Sabes, Zumalacárregui ? Gracias a la escuela, Napoleón fue el emperador más joven de toda la historia -daba, entonces, un giro a la conversación-. Toma la vuelta, no la
pierdas que la vida está muy cara- parecía que ahí acababa su
intervención, pero no:
- ¿Y sabes por qué
siempre metía su mano en el pecho?
- Pues la verdad
que no, Dominguito.
- ¡Vaya hombrecito!
Pero qué diablos enseñan hoy en las escuelas? Maestros los de antes, que de
ciento no bajaba ni uno, y así y todo, no perdíamos ripio. Pues, Napoleón metía
su mano en el pecho porque la tenía cansada de dirigir sus ejércitos montado en
el caballo- y, después, casi olvidado de sus deberes, gritaba al conductor, con la
guagua en marcha:
- ¡Vamosloooos ! para luego seguir silbando
"Ansiedad", una de las canciones de Nat King Cole, que por aquel
entonces estaba de moda, aunque censurada, según decían los chiquillos.
Era un personaje entrañable. Conocía a todos los mayores, con sus
alegrías y desventuras. A los felices les reía sus gozos y a los que sufrían
les daba el apoyo de las palabras y los gestos de sufrimiento de su cara que
mostraban a todas luces que eran verdaderos.
La imagen de aquel hombretón en medio del pasillo era impresionante.
Quino le seguía con su mirada y atendía sus conversaciones. Se enteraba de la
vida de todos ellos y aunque por su edad no entendiera en ocasiones lo que
decían, sí que disfrutaba de la película de sus vidas que a la vez iba
imaginándose.
Imagen aportada por Maite Lacave
Imagen aportada por Maite Lacave
Sólo los quejidos de la guagua de las doce y cinco, al llegar al Paseo
Madrid, le devolvían a la realidad. Allí empezaba otro acto. La cuesta que lindaba con el Zoológico se
hacía cada día menos llevadera para su cansado motor y entonces surgía la
necesidad de achicar peso. Dominguito, como director de aquel teatro, tomaba
las riendas, se ponía en el descansillo delantero y ordenaba con voz firme los
pasos a dar por todos los actores:
-¡Los primeros en bajar que sean los chiquillos! ¡Que no quede ningún
comodón! ¡Vamosloooos! Todos le obedecían e íban
detrás de la guagua caminando a la vez que animaban:
- ¡Ay ! ¡Ay !
¡Ayyayay ! La guagua, la guagua y nadie más!, intentando que de
su viejo corazón salieran las fuerzas para llegar al destino felizmente.
- ¡Ahora que se bajen
jóvenes, no casados y militares sin graduación! ¡Y también vale la voluntad de
un empujoncito!
Nunca bajaban las señoritas y señoras. Tampoco él. Aquella procesión
era todo un espectáculo. Cumplido el objetivo, de nuevo iban subiéndose en
marcha.
-¡Gracias a todos, Jardineras Municipales agradece su cooperación! Y continuaba con sus canciones. Y a Quino le arrullaban, hasta que su
voz de nuevo cantaba la parada:
-¡Hotel Las Palmeras!
¡Piscina Julio Navarro! ¡Colegio Salesiano! ¡Ciudad Jardín!
Se bajaba. Con la mano saludaba a Dominguito. Pasaba a su lado y de
nuevo escuchaba su voz:
-¡Vamosloooos ! Y sonreía mientras enfilaba el
camino hacia casa, escuchando el sufrimiento del motor diesel de la guagua de las doce y cinco.
Quino no recuerda cuánto tiempo la siguió utilizando. Pero sí que un
día no se presentó a la cita. Tampoco el siguiente. El confort y la modernidad
seguían su escalada. No lo entendió. Desde entonces decidió caminar cada
jornada escolar. Y fue entonces cuando empezó a notar, con cierta tristeza, que
la ciudad dejaba, poco a poco, de oler a plataneras y, mucho menos a
jazmines...
Del Libro: "A Vista de Gaviota"
Joaquín Nieto Reguera
Cíclope Editores (2007)