Era
uno más entre los chicos del barrio, pero no era igual al resto.
Nos conocía a todos por la talla de nuestros pies. Tenía obsesión por el
calzado y le encantaba ponérselos nuevos, así que cuando iniciábamos la
vida de nuestros mocasines, sandalias, botas, etc. él se ocupaba de lucirlos y
también de alargarlos. En casa éramos
tres hermanos y cuando llegaba el mes de mayo, nuestra madre nos
compraba zapatos nuevos, pues íbamos empaquetados a la procesión de la Virgen
Auxiliadora por Ciudad Jardín. Mis calzados estaban libres de ser puestos, ya que era el menor de la familia, pero mis dos hermanos lo traían desde unos
días antes para que los luciera y alargara subiendo las escaleras de los tres
pisos que tenía la casa donde vivíamos. En esa costumbre yo me hice mayor
y entré en el protocolo, por lo que también lucía y alargaba los míos. Hace años que se fue por una mala
dolencia, seguro que allá donde esté seguirá mirando los pies y probándose los
calzados nuevos de todos los amigos que sufran la consecuencias de un complemento tan delicado.
Ciudad Jardín. Pasajes de un caminante. Relatos de Joaquín Nieto Reguera
El autor vivió toda su juventud en Ciudad Jardín. El amor por el Barrio de Las Palmas de Gran Canaria está presente en su obra. Ahora, cada día, se convierte en un caminante que aprovecha cada pensamiento, cada recuerdo para plasmarlos en un papel.
domingo, 25 de agosto de 2019
jueves, 10 de enero de 2019
Nadadores de Selección.
Del libro "A Vista de Gaviota" .
Ciclope Editores. Joaquín Nieto
Ciclope Editores. Joaquín Nieto
Piscina Julio Navarro. Foto tomada de La Provincia.es
Cuando llegaba la noche, la Piscina Julio Navarro
era el lugar preferido de los miembros de la Banda del Cerepe. A esas
horas, desaparecía la práctica oficial y llegaba la libertad. En ese tiempo
oficial y con el rigor del entrenamiento, sólo contados cerepes, acudían
a someterse a las variadas disciplinas de la natación, pues si es cierto que
algunos pasaron por distintos clubes, lo apetecible para ellos era la aventura
de la pesca submarina, sin olvidar que en la modalidad de saltos Angelito el
Rubio y Juan el Moreno pujaban por estar entre los mejores
saltadores.
El complejo deportivo provocaba una actividad
constante. Los clubes que tenían adjudicados ‑Alcaravaneras y Unión Deportiva
Las Palmas- se disputaban la primacía y el privilegio de desear contar en sus
filas con los mejores nadadores y cuando llegaba la competición, aunque fuera
local, y se acercaran los del Club Natación Metropol el elenco de nadadores,
campeones nacionales y europeos, que allí se reunían, hacían las delicias de la
chiquillería. En sus retinas, siempre quedarán las excelencias de nadadoras
como Rita Pulido y las hermanas Martín entre las féminas, y Nazario Padrón, los hermanos Lang Lenton y Cabrera, entre los hombres.
Como se dijo anteriormente, la otra práctica, la no
oficial, la realizaban los de la Banda del Cerepe una vez finalizaban las oficiales, o sea de noche y,
por tanto, con la escasa luz que aportaba la luna. Ataviados con bañadores -los
que venían preparados para lo ocasión-, o sin ellos, el juego preferido era la
cogida, pero en el agua y con los trampolines y palanca como recursos. La
alegría era desbordante y el escándalo mayúsculo y aunque las voces y risas
llegaran a todos los rincones del barrio, tenían la confianza y amistad de los
serenos, por lo que la tranquilidad era absoluta.
En una ocasión, los operarios vaciaron la piscina y
comenzaron con el tratamiento de cloración y pintura, lo que les llevó una
semana. A la vez, otros empleados engalanaron todo el complejo y colgaron en
los muros de acceso y en el bar restaurante los carteles que anunciaban el “Campeonato
de Europa de Natación”. Los chicos no se lo podían creer, por fin verían a
los legendarios nadadores del continente, así que la noticia corrió como la
pólvora. Luego, con la reflexión, les embargó una sola inquietud: ¿la entrada
sería gratuita?
El correr del tiempo se hizo interminable, pero al
fin llegó el día deseado. Las selecciones nacionales de los países europeos
habían ido llegando y con ellos la española, entre los que había una abundante
representación canaria. Las autoridades hicieron acto de presencia y se dio por
inaugurada la competición. La asistencia de público, ese día y el resto, fue
masiva y entre ellos naturalmente estaban los cerepes que usaban como “pase
de privilegio” un rasgón producido intencionadamente en la base de la valla
metálica exterior del recinto y que, una vez realizaba su cometido, se volvía a
disimular con es- mero. Después, sentados en las gradas preferentes, animaban
sin desmayo a los nacionales y como no, a la selección sueca femenina.
Las nadadoras suecas eran rubias como el oro y muy
guapas. Luego, con el paso de los días, embellecieron por los efectos del sol
canario. Así que, por las condiciones de ser buenas nadadoras y hermosas
señoritas, los estímulos les llegaron pronto desde las gradas, al menos desde
los asientos ocupados por los de la Banda del Cerepe, que voceaban al
unísono los nombres de cada una de las chicas y sus aplausos sonaban con más
fuerza. Y comoquiera que la expedición escandinava estaba hospedada en el Hotel
Metropol, el traslado lo hacían caminando y bien acompañadas, a pesar del
disgusto de los suecos que no veían con buenos ojos la presencia de los
canarios alrededor de sus bellas chicas.
A los pocos días, las atenciones de las chicas se
fueron diluyendo y entraron en la indiferencia más absoluta. Ya los gritos de
ánimo no eran correspondidos con sonrisas y gestos de agradecimiento. Ni
siquiera pudieron acompañarlas en el regreso al Hotel, pues alquilaron una
guagua que transportaba a todos los seleccionados y equipo técnico. El cambio
fue brusco y los cerepes lo notaron. No hizo falta estrujarse la cabeza
pensando qué motivo había influido para el cambio de actitud, pues a la vista
estaba que los entrenadores habían llamado la atención a las nadadoras como
consecuencia de las quejas de sus compañeros. El enfado fue mayúsculo y
llegaron a la conclusión de que deberían vengarse. Así que, a la mañana
siguiente, durante el entrenamiento de la selección escandinava y pensando cómo
desquitarse de los “vikingos celosos”, surgió la fórmula.
Rita Pulido. Foto tomada del Blog la "Historia de la Natación en Canarias" de R. Reyes.
Los nórdicos usaban, durante las pruebas, unos
bañadores cortos de color limón y de una tela muy especial que se ajustaba al
cuerpo para no oponer resistencia. Sólo los utilizaban en competición y para
mejorar marca, pues para entrenar tenían otros de menor calidad, así que, una
vez que realizaban su función, los tendían al sol en la parte posterior de los
trampolines. Jero y Quino se percataron de la
dinámica y acordaron actuar. Así que, en un descuido, incluso de sus
propios compañeros, pasaron por el secadero y se echaron dos bañadores a los
bolsillos. Luego, lo comentaron con el resto y mostraron sus excelencias. No
pasó mucho tiempo para que desapareciera la saca donde se guardaban todos los
bañadores de competición. La consecuencia fue que tuvieron que nadar el resto
del Campeonato de Europa con los de entrenamiento.
No hubo más contacto con las chicas y el día de la
clausura algunas de ellas se despidieron con pícaras sonrisas, gestos
interpretados por la Banda del Cerepe como de conocimiento y aprobación
de la trama llevada a cabo.
La clausura cerró el Campeonato de Europa de
Natación, pero aquella misma noche, en la Piscina Julio Navarro, hubo desfile
oficial de la Selección de Natación
de la Banda del Cerepe. Uniformados con los bañadores verde limón, y al
compás del pasodoble Islas Canarias, unas veces tarareado y otras silbado,
dieron dos vueltas alrededor de la piscina, una en homenaje a las bellas suecas
que les habían prendado y otra en agravio y burla de sus compañeros ”vikingos
celosos” que habían acabado con sus ilusionados proyectos.
jueves, 27 de septiembre de 2018
Gaucín un referente familiar.
El
año que viajábamos a Gaucín, el tiempo en nuestra casa de Ciudad
Jardín pasaba muy lentamente. La noticia la daba nuestro padre con
solemnidad. Para él no era cualquier cosa volver a su pueblo, así que en la
mesa, todos reunidos lanzaba la buena nueva: “Este año toca ir al pueblo, así
que apretad en los estudios”. Los tres hermanos asentíamos y deseábamos que el
tiempo pasara mucho más rápido, pero el tiempo es el tiempo y marcaba el
quehacer a su manera.
Desde
Las Palmas de Gran Canaria a Cádiz se tardaba dos noches y tres días ya fuera
en el buque Ernesto Anastasio o en el mismo Ciudad de Cádiz. No era agradable
navegar. Nos sentíamos muy mal en esa travesía que no acababa nunca, entre
olores a calderas y bamboleos de las embarcaciones. Llegar a Cádiz y
poner los pies en tierra no era tampoco curarnos del sacrificio pasado, pues
los mareos continuaban hasta que llegábamos a la posada y respirábamos aires de
la Serranía. Y entonces allí ya éramos los niños más felices del mundo.
La
posada era el lugar de encuentro de toda la familia Nieto y también de los
Román, que no éramos pocos. Desde mi óptica de niño veía gente pasar y todos
besarnos con mucho cariño, mi padre iba haciendo las presentaciones. Veía a los mayores que disfrutaban de las tertulias y en ellas
los cuentos de las cosas que pasaban en el pueblo. Yo aunque escuchaba con
atención muchas de las historias que se decían no las entendía. Sin embargo, me
admiraba la unión tan grande que captaba entre todos los miembros de la
familia.
Por
cierto, mi padre seguía manteniendo en Canarias la forma de hablar de como lo
hacían los andaluces y eso lo llevó a cabo toda su vida. Tengo grabaciones que
me cuesta mucho escuchar, por el dolor que me produce oír su voz, y fue andaluz
hasta su última hora. Eso tiene mérito, teniendo en cuenta que estuvo en
Canarias setenta y siete años.
De
aquellos viajes a Gaucín guardo muchos recuerdos que algún día tendré que
ordenar para escribirlos. Ahora me nace hacer este reconocimiento a mi padre
Sebastián Nieto Román que amó su tierra con toda su alma, que no dejó de tener
un contacto en la distancia con toda la familia andaluza a través del teléfono cada
día. Que supo inculcar a sus hijos el amor por la tierra que lo vio nacer; que
a través de sus palabras, de sus historias, nos supo llevar, sin necesidad de coger un
barco cada verano, a Gaucín y hacernos sentir como unos hijos más de aquel pueblo
encantador con el que él soñaba cada segundo de su vida.
lunes, 9 de julio de 2018
Verano. De Ciudad Jardín a Las Canteras.
Y así, desde Ciudad Jardín era cada año, siempre que no fuéramos para Gaucín (Málaga) o Los Bermejos (Lanzarote). A Las Canteras tres meses era el plan familiar con un solo fin de disfrutar con toda la familia Y cuando digo toda era toda, los procedentes de Gran Canaria y también de Tenerife. Allí en aquella casa de la calle Bolivia nos reuníamos más que los que cabíamos, pero no nos importaba, éramos felices. Un rincón, un colchón, un catre o una litera eran suficiente para descansar. La comida en el comedor con vistas a la playa. Por cierto, aquella humilde casa tenía una entrada principal por la calle Bolivia, todavía no asfaltada, y una salida para la playa bajando por una escalera que descansaba en la misma arena de la Ciccer. Tampoco estaba hecha la avenida ni tuvimos problemas jamás para dejar la caseta a nuestra disposición durante todo el varano. Eran otros tiempos con menos preocupaciones.
Acabo de encontrar esta foto y no dejé pasar la oportunidad de subirla al blog. Ya sé que faltan muchos miembros de la familia, pero los primos que andan por aquí, aunque algunos no se vean en ella, les va a encantar recordarla. Mi tío Quino me acoge, como siempre hizo entre sus brazos. Cuando nací él tenía diecisiete años y corrió como un loco a buscar a la partera, cuando vivíamos en La Isleta, recién llegados mis padres de Lanzarote. Mis primeros pasos los di agarrado a su mano en esa casa que ustedes ven en la imagen. Ahora está mayor, pero fuerte, gracias a Dios. En el otro lado destaca mi tío Antonio con su bigote, tal como se estilaba entonces. Con él he vivido días muy felices. También lo adoro. Ellos dos son los que quedan de los Reguera, hermanos de mi madre (a la derecha de la foto). Mis otros dos hermanos, Pepe (DEP) y Carlos Juan se sumaron a la instantánea. Dejo a los primos que se presenten o aclaren sus identidades.
Esta era la humilde casa, les dije, y una humilde familia de gente trabajadora y honrada que soñaba con la llegada del mes de julio para encontrarse en aquel paraíso familiar. Se confirma aquello de que no hace falta mucho para disfrutar de nuestra existencia.
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Verano. De Ciudad Jardín a Las Canteras.
viernes, 6 de julio de 2018
En recuerdo de Panchito el de los helados.
Hoy he recibido la triste noticia del fallecimiento de Panchito el de los helados. En el año 2007 publiqué mi libro A vista de Gaviota (Colección Doramas I) y entre sus páginas tuve un recuerdo para este personaje tan popular en Las Palmas de Gran Canaria. En su memoria adjunto ese recuerdo para el que quiera leerlo. Que descanse en paz Panchito.
Ventas callejeras. Los
Cantos.
Para surtir de víveres a las familias sólo había dos
tiendas en Ciudad Jardín, la de "Manolito", ya nombrada con
anterioridad, y la denominada "Isla de Cuba" de más empaque
que la anterior, ambas en la Calle León y Castillo. Así que, para las compras
de alimentos, las familias estaban obligadas a invertir en ellas sus ajustados
recursos económicos. Para las prendas de vestir y calzados, había que
desplazarse a Triana o al Puerto. Otros productos, los vendedores callejeros
los traían hasta la cancela de las casas, haciendo sonar sus cantos. Y este
trabajo lo hacían de la forma más llamativa posible. Sirvan los siguientes
ejemplos.
Durante cierta época, dos jóvenes que vendían hielo
visitaron el barrio. Este producto servía para refrescar las soleadas mañanas
del verano. Naturalmente, tenían éxito, pues a los hogares aún no habían
llegado los frigoríficos y la posibilidad de mantener en sus congeladores tal
preciado producto. Portaban una carretilla con dos grandes bloques de hielo a
los que les sacaban, con un artilugio metálico en forma de cajetín y provisto
de un raspador en su base, las escarchas que en una primera fase de la
operación se agolpaban en el interior del aparato hasta llenarse y coger la
forma cuadrangular, para luego perder su transparencia por el colorante que le
rociaban. Sus voces llamando a la compra
se escuchaban en todo Ciudad Jardín: -"¡Hielo, hielo; al sabroso hielo
con sabor...!" A los chiquillos les gustaba, pero no tanto a sus
madres que sufrían el lavado a mano de las camisas pringadas por el efecto de
un producto casero de dudosa calidad alimenticia, pero de un intenso poder
colorante.
Hablando de buenos sabores, "los helados de
Panchito" deben de tener mención especial. Este buen hombre se
acercaba cada día al barrio y era uno de los personajes preferidos. Tenía un
carro de madera pintado de amarillo, con dos ruedas del que subían cuatro
columnas que sostenían un techo destinado a evitar el sol y la lluvia. A Panchito
se le podía ver en cualquier parte, sobre todo, coincidiendo con los horarios
de salidas del alumnado de los colegios de la zona. Hacía sonar una trompetilla
dorada y cantaba un singular: "Hay helaaaaados", lo que
estimulaba las glándulas salivales de sus jóvenes clientes.
Su atuendo era muy cómodo, seguramente para poder
arrastrar aquel carro, tan pesado, durante tantas horas. Se abrigaba con una
camisa gris, con rayas, y largas mangas que recogía por encima de sus codos; el
pantalón de franela, también de color gris, caía sobre unas alpargatas de
esparto gastadas por el paseo constante. Mientras iba de un lado para otro,
acostumbraba a cantar canciones de la época o a silbarlas. Y eso lo
interpretaban los chicos como signo de felicidad, por lo que parecía realmente
dichoso con su trabajo. Muchas veces, los chiquillos coreaban sus canciones y
él reía a placer.
En ocasiones lo ayudaban en la venta y traslado de
su carro, mientras él iba montado en alguna de sus bicicletas dando un paseo. A
cambio, recibían unos buenos helados de vainilla o chocolate emparedados entre
crujientes galletas, con el tope del servidor puesto al máximo lo que aseguraba
que la cantidad de helado fuera acorde con el esfuerzo realizado. Cargaba sus
productos en la Heladería Beltrá, situada frente al Cine Goya. Era todo un
ritual, pues primero llenaba el carro de trozos de hielo y a continuación, iba
metiendo en su interior los recipientes metálicos con los sabrosos productos.
Luego, a caminar y a repartir felicidad entre los más pequeños. A Panchito se
le vio durante toda la vida arrastrando su carro, mientras anunciaba su venta
de la misma forma que lo hizo toda la vida: <<"Hay
helaaaaados">>.
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jueves, 12 de abril de 2018
Cuando llegó la Banda Americana de Jazz
En el escenario del Bodegón del Pueblo Canario (años sesenta).
Actuábamos Los Alcorac´s en diferentes locales de la ciudad. Estábamos en nuestro mejor momento y compartíamos la gran demanda que había en las distintas salas con las otras bandas de la capital. Había una gran camaradería entre los componentes rockeros de los diferentes grupos. Si faltaba un batería por motivos personales, por ejemplo, siempre encontrábamos sustituto. La mayor parte de las veces los cantantes hacían más dobletes que ningún otro.
En el Pueblo Canario, por aquel entonces, había música en vivo. La sala, situada en la parte alta del Bodegón, tenía un pequeño escenario. Unas veces para amenizar veladas donde el público iba a tomar copas y hablar; y otras para bailar. Tocábamos alguna vez allí y vimos por primera vez actuar una banda (de jazz, swing, soul...), americana en directo, a la que bautizamos como I want my Amy [por uno de los temas que interpretaban y que la letra de la canción se acercaba a este resultado fonético: "Aiwontmiaemi"].
Algunas noches alternamos escenario con ellos. Eran músicos fantásticos. Hicieron cierta amistad con nosotros. Al final de las actuaciones compartíamos momentos de charlas. Eran cuatro negros muy agradables y tenían una experiencia profesional que nos admiraba. Uno de aquellos músicos tocaba el contrabajo.
Cuando terminamos el contrato nos despedimos de ellos y nos dedicamos a seguir actuando en otros locales. Una tarde apareció por casa uno de los músicos, quien parecía ser el líder del grupo. Por lo visto había preguntado por mí y llegó sin dificultad a localizarme. No hablaba español y mi inglés era básico, pues lo empezaba a estudiar y practicar (en vivo), ya que yo era estudiante de francés. En resumidas cuentas que el contrabajista tuvo un grave problema con su esposa, aquejada de una mala enfermedad y había volado a USA, por lo que necesitaban un bajista para sustituirlo. Naturalmente le dije que yo tocaba el bajo y que no tenía experiencia en aquel variado repertorio de estilos que practicaban. Me dijo que me había visto tocar y que ya llegaríamos a entendernos por lo que no tendría problema alguno en acoplarnos.
Recuerdo la primera actuación de las cuatro que estuve tocando con ellos en el Pueblo Canario. El líder (trompetista) me decía los acordes antes de empezar y me marcaba el ritmo con sonidos guturales. –Pégate a la batería y escucha el ritmo, me decía–. Poco a poco me fui acoplando y terminamos, contento por mi parte y creo que ellos ligeramente satisfechos por haber cumplido. Lo cierto es que al rato de estar allí me sentí más seguro, cuando veía que en cada tema el trompetista se viraba y me guiñaba el ojo, o asentía con la cabeza.
Mi última actuación con ellos fue en un cine que había en Tafira, donde cerrábamos el espectáculo. Allí se despidieron de mí y en un aparte me fueron a pagar por mis acuaciones en el Pueblo Canario. Naturalmente les di las gracias y decliné con mucha educación el gesto. Me habían dado la satisfacción de tocar con aquellos magníficos profesionales y aprender de lo que para mí era una pasión, hacer música. Qué más podía obtener...
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martes, 20 de febrero de 2018
El telegrama de Gaucín.
El niño nunca había
visto llorar a sus padres. Tampoco que lo hicieran juntos. Estaban acostados en
la cama de matrimonio cuando vivían en Ciudad Jardín. Aquella cama que había llegado de Lanzarote como regalo
de boda de los padres de su mamá. Escaló confundido a lo alto del catre y saltó
para colocarse entre ellos y llorar a trío sin entender nada. Pronto fue
engullido por los brazos de sus progenitores y apretujado contra sus pechos. Ya
eran uno solo cuando escuchó la entrecortada voz de su padre que decía: 'Pobre Mamá y yo sin estar a su lado en estos momentos'.
Aquel día no
hubo siesta, ni tampoco su papá leyó el Diario de Las Palmas sentado en la
mecedora mientras fumaba su cigarrillo Vencedor. A la mente del pequeño le
llegaban, una tras otra, las imágenes de su Abuela María Joaquina en la Posada
de Gaucín [Serranía de Ronda] cada vez que con sus grandes brazos lo cogía para
llevarlo a su regazo y cubrirlo de besos.
Sobre la cama que llegó de Lanzarote
quedó el telegrama mojado por las lágrimas del dolor de tres y el sentimiento
de lejanía e impotencia de un hijo que no pudo estar al lado de su madre, en el
momento de su partida definitiva.
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