Para surtir de víveres a las familias sólo había
dos tiendas en Ciudad Jardín, la de “Manolito” y la denominada “Isla
de Cuba” de más empaque que la anterior, ambas en la Calle León y Castillo.
Así que, para las compras de alimentos las familias estaban obligadas a
invertir en ellas sus ajustados recursos económicos. Para las prendas de vestir
y calzados, había que desplazarse a Triana o al Puerto. Otros productos, los
vendedores callejeros los traían hasta las cancelas de las casas, haciendo
sonar sus cantos. Y este trabajo lo hacían de la forma más llamativa posible.
Sirvan los siguientes ejemplos.
Durante cierta época, dos jóvenes que vendían hielo
visitaron el barrio. Este producto servía para refrescar las soleadas mañanas
del verano. Naturalmente tenían éxito, pues a los hogares aún no habían llegado
los frigoríficos y la posibilidad de mantener en sus congeladores tan preciado
producto. Portaban una carretilla con dos grandes bloques de hielo a los que
les sacaban, con un artilugio metálico en forma de cajetín y provisto de un
raspador en su base, las escarchas que en una primera fase de la operación se
agolpaban en el interior del aparato hasta llenarse y coger la forma
cuadrangular, para luego perder su transparencia por el colorante que le
rociaban. Sus voces llamando a la compra se escuchaban en todo Ciudad Jardín:
-¡Hielo, hielo; al sabroso hielo con sabor...! A los chiquillos les
gustaba, pero no tanto a sus madres que sufrían el lavado a mano de las camisas
pringadas por el efecto de un producto casero de dudosa calidad alimenticia,
pero de un intenso poder colorante.
Hablando de buenos sabores, “los helados de
Panchito” deben tener mención especial. Este buen hombre se acercaba
cada día y era uno de los personajes preferidos. Tenía un carro de madera
pintado de amarillo, con dos ruedas del que subían cuatro columnas que
sostenían un techo destinado a evitar el sol y la lluvia. A Panchito se le
podía ver en cualquier parte, sobre todo, coincidiendo con los horarios de
salida del alumnado de los colegios de la zona. Hacía sonar una trompetilla
dorada y cantaba un singular: “Hay helaaaaados”, lo que estimulaba las
glándulas salivales de sus jóvenes clientes.
Su atuendo era muy cómodo, seguramente para poder
arrastrar aquel carro, tan pesado, durante tantas horas. Se abrigaba con una
camisa gris, con rayas, y largas mangas que recogía por encima de sus codos; el
pantalón de franela, también de color gris, caía sobre unas alpargatas de
esparto gastadas por el paseo constante. Mientras iba de un lado para otro,
acostumbraba a cantar canciones de la época o a silbarlas. Y eso lo
interpretaban los chicos como signo de felicidad, por lo que parecía realmente
di- choso con su trabajo. Muchas veces, los chiquillos coreaban sus canciones y
él reía a placer.
En ocasiones lo ayudaban en la venta y traslado de
su carro, mientras él iba montado en alguna de sus bicicletas dando un paseo. A
cambio, recibían unos buenos helados de vainilla o chocolate emparedados entre
crujientes galletas, con el tope del servidor puesto al máximo lo que aseguraba
que la cantidad de helado fuera acorde con el esfuerzo realizado. Cargaba sus
productos en la Heladería La Moderna de Beltrá, situada frente al Cine Goya. Era todo un
ritual, pues primero llenaba el carro de trozos de hielo y a continuación, iba
metiendo en su interior los recipientes metálicos con los sabrosos productos.
Luego, a caminar y a repartir felicidad entre los más pequeños. A Panchito se
le vio durante toda la vida arrastrando su carro, mientras anunciaba su venta
de la misma forma que lo hizo toda la vida: Hay helaaaaados.
Los panes del ejército, o sea los chuscos, siempre
fueron de gran calidad, a pesar de la mala prensa. Estaban hechos con buenos
productos y bien trabajados. A las casas de los militares los llevaban cada
mañana, normalmente en el camión del reparto de pan y, luego, eran descontados
de los paupérrimos sueldos. Los soldados se encargaban de depositarlos en las
bolsas de tela que a esos efectos dejaban en las cancelas. Si por algún
descuido la bolsa no estaba en sus sitio, un toque con los nudillos y un aviso:
“El pan, señora” era suficiente para resolver el problema. Los pequeños
eran los encargados de colocar la bolsa y de retirarla, lo que hacían como una
rutina más. Pero muy diferente era cuando no podía venir el camión por avería o
como consecuencia de traslado de personal militar, y aparecía “el burro Perico”
para realizar un viaje de fantasía.
Este simpático animal fue durante años la delicia
de toda la chiquillería. Era feo a reventar, pequeño, grisáceo, musculoso y con
la orejas tan largas que se doblaban sobre si mismas...; pero tenía, a entender
de los más chicos, dos grandes virtudes: era muy coqueto, pues hacía sonar
alegremente los cascabeles que rodeaban sus cuello, y además, cariñoso; tanto,
que al enfilar la calle Gago Coutinho, demostraba su apego lanzando un rebuzno
tras otro, hasta que los más jóvenes aparecían en escena y le aportaban unos
granos de azúcar. Tenía su cuadra en el Castillo de Mata, donde estaba acuartelada
una Batería de Artillería. Cuando salía, realizaba el mismo recorrido y
cometido que el camión, pero naturalmente más despacio y con otro estilo. Perico
tiraba de dos lanzas que, enganchadas a sus costados, servían para
arrastrar un carro pequeño con techo y un pescante donde iba sentado el
arriero. En dicho pescante se sentaban los más rápidos en salir a recibirlo y
el resto lo acompañaban en un reparto de ida y vuelta que llegaba hasta las
Alcaravaneras, donde vivían algunos militares. Pero un día, Perico no
acudió.
Quino pensó que había pasado lo peor, pero su
padre, destinado en el Cuartel de Mata, le prolongó, durante largo tiempo, las
esperanzas de que algún día volviera, al decirle que había sufrido un empache y
que pronto estaría en condiciones de realizar su trabajo. Pero lo cierto es que
no volvió, así que, en una ocasión que lo acompañó a su trabajo, se acercó a la
cuadra y comprobó que allí sólo estaba el carro y sus aparejos. La pérdida de
su amigo le produjo un gran pesar.
Los pescadores de la Playa de Las Alcaravaneras y
San Cristóbal también se acercaban a realizar sus ventas. A la voz de: “Hay
sardinas, señora; hay longorones...” , como productos más preciados,
reunían a su alrededor a las vecinas que portaban sus fiambreras. De entre
ellos, Mariquita “la barquillera” era la más solicitada, y no
precisamente por su producto, que era de la misma calidad que los demás, sino
por su vehemencia y simpatía. Les alegraba la mañana con ocurrencias, vetadas
para los más pequeños y que ellas reían a carcajadas. Como compensación a ese
buen rato de teatro, se ganaba sus buenas pesetillas en el peso que restaba al
producto, al ajustar la balanza presionándola con su dedo meñique. Una verdadera
obra de arte de aquella maga de la escena que fue descubierta después de muchas
actuaciones, al haberse comprobado el pescado en las pesas de las reposterías
de las casas: “ochocientos cincuenta gramos, por un kilo...” Así que,
desde que corrió la voz, se acabaron los espectáculos de Mariquita “la
barquillera”.
Angelillo “el Chispa” vendía a voces el
periódico por las casas: “Prensa” o “Diarioooo, Diariooooo de Las Palmas”.
Tenía algunos suscriptores a los que les tiraba el periódico al balcón,
ovillado de tal forma que por los golpes jamás se desenvolvía. Recibió su apodo
debido a un famoso personaje del suplemento dominical que los chicos esperaban
con ilusión, a la vez que caminaba veloz y sin descanso a pesar de ir portando
el peso de los papeles que no eran escasos, lo que sirvió para dar, con más
motivo, pábulo a su mote.
Pero el engaño más sonado fue el de los dos gitanos
que a base de verborrea vendieron a una vecina unos metros de tela ignífuga de
color beige que iba a tener como fin un traje para su esposo. El mencionado
producto, cantado a voces como: “la tela que no arde” superó, delante de
la pobre engañada, la prueba del fuego. Unas buenas pesetas que se fueron, como
la tela, cuando ella quiso demostrar a su pareja la bondad de lo adquirido.
Desde entonces, recibió en la intimidad de los otros hogares el sobrenombre de “la
cerillera”.
Del libro “A Vista de Gaviota” (Cíclope Editores/
Colección Doramas Nº1- Canarias 2007) de
Joaquín Nieto Reguera. Ilustración de Elisa Betancort.
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