jueves, 28 de enero de 2016

La Guagua de las doce y cinco (29.01.2016).


           
Con el comienzo del bachillerato Quino dejó, a disgusto, el  Colegio Salesiano. Su destino fue el de todos, primero el Instituto de la calle Canalejas y luego el de Tomás Morales.

Allí, a partir del recreo de las diez y media las clases ya no tenían sentido. Se trataba de esperar con ansiedad que el bedel hiciera sonar la sirena que abriera las puertas para regresar a casa, aunque sólo fuera por dos horas. Pero a pesar de que ya andaba con jilorio, el motivo principal de la desesperación no era otro que tener la suerte de coger la guagua de las doce y cinco.

Seguramente, sería a mediados de los sesenta. Las Palmas de Gran Canaria aún olía a plataneras y jazmines. Le gustaba vivir en Ciudad Jardín, a un paso del Colegio Salesiano, muy rodeado de zonas con jardines y espacios abiertos para poder jugar. Realmente, no existía tanta distancia como para coger medio de transporte, pero aquella guagua era muy especial.



Entonces, ya circulaban las que decían tener más confort y que cerraban sus puertas automáticamente dando una orden de silencio. Luego, terminaron por ser todas iguales, menos la de las doce y cinco. Fue la última de su género en abandonar el servicio y hasta ese día fue su preferida.

No era nada confortable. Tenía dos únicos asientos de madera alargados y separados por el pasillo central, una barra en el techo para sujetarse los pasajeros que generosamente ofrecían sus asientos a las señoras y una cuerda a modo de liña de tender que hacía sonar el timbre que avisaba parada. La puerta delantera se ubicaba en el costado derecho del conductor y tanto ésta como la trasera disponían de unos peldaños que eran aprovechados como descansillos del cobrador.

La guagua de las doce y cinco tenía dos empleados. El conductor jamás hablaba y es que se lo tenían prohibido, ni siquiera se conocía su nombre. Sin embargo, el cobrador era un personaje muy original. Se llamaba Dominguito y vivía en San José. Era grueso a placer y las ropas le ajustaban sin piedad sus despreocupaciones y, por si fuera poco, tenía un sombrero demasiado chico para aquella envergadura de cabeza. Colgaba de tal figura una cartera, donde metía la caja de los tiquets y que según fuera el recorrido, podían ser de distintos colores. Las perras gordas y chicas así como los duros y medios duros y pesetas que eran las monedas más usuales, las ajustaba en hileras en el otro costado del  cajero metálico.


                      Fedac. Guagua antigua de Las Palmas de Gran Canaria.

Alguna vez la cogía a tiempo, otras debía correr y colgarse de los asideros para dar un salto y caer en la escalinata. Le encantaba. Luego, ya sentado, venía Dominguito a cobrar:

-¡Hola Zumalacárregui! -le apasionaban los nombres históricos y cada día usaba uno distinto: 

-¿Cómo te fue en el purgatorio?

- Bien, Dominguito, muy bien, gracias -era su única respuesta; de todas formas, el repaso era de obligado cumplimiento.

-¿Sabes, Zumalacárregui ? Gracias a la escuela, Napoleón fue el  emperador más joven de toda la historia -daba, entonces, un giro a la conversación-. Toma la vuelta, no la pierdas que la vida está muy cara- parecía que ahí acababa su intervención, pero no:

- ¿Y sabes por qué siempre metía su mano en el pecho?

- Pues la verdad que no, Dominguito.

- ¡Vaya hombrecito! Pero qué diablos enseñan hoy en las escuelas? Maestros los de antes, que de ciento no bajaba ni uno, y así y todo, no perdíamos ripio. Pues, Napoleón metía su mano en el pecho porque la tenía cansada de dirigir sus ejércitos montado en el caballo- y, después, casi olvidado de sus deberes, gritaba al conductor, con la guagua en marcha:

- ¡Vamosloooos ! para luego seguir silbando "Ansiedad", una de las canciones de Nat King Cole, que por aquel entonces estaba de moda, aunque censurada, según decían los chiquillos.

Era un personaje entrañable. Conocía a todos los mayores, con sus alegrías y desventuras. A los felices les reía sus gozos y a los que sufrían les daba el apoyo de las palabras y los gestos de sufrimiento de su cara que mostraban a todas luces que eran verdaderos.

La imagen de aquel hombretón en medio del pasillo era impresionante. Quino le seguía con su mirada y atendía sus conversaciones. Se enteraba de la vida de todos ellos y aunque por su edad no entendiera en ocasiones lo que decían, sí que disfrutaba de la película de sus vidas que a la vez iba imaginándose.


                                         Imagen aportada por Maite Lacave

Sólo los quejidos de la guagua de las doce y cinco, al llegar al Paseo Madrid, le devolvían a la realidad. Allí empezaba otro acto.  La cuesta que lindaba con el Zoológico se hacía cada día menos llevadera para su cansado motor y entonces surgía la necesidad de achicar peso. Dominguito, como director de aquel teatro, tomaba las riendas, se ponía en el descansillo delantero y ordenaba con voz firme los pasos a dar por todos los actores:

-¡Los primeros en bajar que sean los chiquillos! ¡Que no quede ningún comodón!  ¡Vamosloooos!  Todos le obedecían e íban detrás de la guagua caminando a la vez que animaban: 

- ¡Ay !  ¡Ay !  ¡Ayyayay ! La guagua, la guagua y nadie más!, intentando que de su viejo corazón salieran las fuerzas para llegar al destino felizmente.

- ¡Ahora que se bajen jóvenes, no casados y militares sin graduación! ¡Y también vale la voluntad de un empujoncito!

Nunca bajaban las señoritas y señoras. Tampoco él. Aquella procesión era todo un espectáculo. Cumplido el objetivo, de nuevo iban subiéndose en marcha.

-¡Gracias a todos, Jardineras Municipales agradece su cooperación! Y continuaba con sus canciones. Y a Quino le arrullaban, hasta que su voz de nuevo cantaba la parada:

Hotel Las Palmeras! ¡Piscina Julio Navarro! ¡Colegio Salesiano! ¡Ciudad Jardín! 


                                 Foto tomada de www.powerpoint.com


Se bajaba. Con la mano saludaba a Dominguito. Pasaba a su lado y de nuevo escuchaba su voz:

Vamosloooos ! Y sonreía mientras enfilaba el camino hacia casa, escuchando el sufrimiento del motor diesel  de la guagua de las doce y cinco.

Quino no recuerda cuánto tiempo la siguió utilizando. Pero sí que un día no se presentó a la cita. Tampoco el siguiente. El confort y la modernidad seguían su escalada. No lo entendió. Desde entonces decidió caminar cada jornada escolar. Y fue entonces cuando empezó a notar, con cierta tristeza, que la ciudad dejaba, poco a poco, de oler a plataneras y, mucho menos a jazmines...

                                       Del Libro: "A Vista de Gaviota"
                                       Joaquín Nieto Reguera
                                       Cíclope Editores (2007)

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