domingo, 7 de febrero de 2016

¡Al ladrón! ¡Al ladrón! (7.02.2016).


                                                          Foto tomada de: fotosbermaxo.blogspot.com.es


-¡Al ladrón! ¡Al ladrón!

Gritó, desde la ventana del primer piso la señora de la limpieza de la gran casona que tenían los señores Medina a su servicio. Los fuertes avisos se escucharon en el último rincón del silencioso Ciudad Jardín, cuando ya entraba la noche.

Los propietarios de la casa abrían en aquel momento la puerta del jardín que daba paso al garaje. El caballero levantó su cabeza nervioso y dirigiéndose a la mujer que aún tenía medio cuerpo fuera del quicio de la ventana, le pidió tranquilidad y la conminó a que le explicara el motivo de aquel proceder.

Nerviosa y con las manos puestas en el pecho, como queriendo parar las aceleradas pulsaciones de su corazón, acertó a decirle:

-Era un ladrón. Cuando lo vi estaba ya en esta planta. Al gritarle corrió y se tiró al jardín. Lo vi como saltó la valla y corrió calle abajo.

Al momento otro amigo y yo que andábamos moceando por los alrededores, nos acercamos a curiosear. Recuerdo ver a la mujer asomada en la ventana. Era de mediana edad y aparentaba, además del susto y del nerviosismo, una belleza espectacular.

Pronto, el dueño, quien era muy conocido en el barrio,  dispuso que le ayudáramos a echar una ojeada por el inmenso y hermoso jardín que tenía la gran casona. Mientras metía el Mercedes negro en su garaje, tomé el ala derecha y observé cada detalle por si encontraba alguna pista que me indicara por donde había saltado el tal ladrón.

Al llegar al fondo de un gran parterre inundado de ñameras y trepadoras, noté que bajo la frondosidad de aquel espacio se dibujaba la horma de un zapato. Allí yacía el cuerpo de un hombre, pensé. Me acerqué, aparté algunas hojas y vi al personaje. El corazón se me aceleró. Me miró con cara de preocupación. Me pareció inofensivo y asustado. No era muy mayor e iba bien vestido. Para entonces el corazón me latía sin control. Retrocedí con intención de avisar a los presentes, pero desde la ventana superior escuché una llamada de atención casi inaudible. Miré hacia lo alto y allí estaba la señora del servicio llorando en silencio. Se llevó las manos al pecho en posición de oración y me pidió, con gesto de complicidad silencio a lo visto.

No supe que hacer, pues me quedé con dudas. Se trataba de un ladrón, pensé. Pero no tardé en darme cuenta de que aquel amigo de lo ajeno, al que la señora había delatado y para quien pedía protección, era más que un simple amigo de lo ajeno. Volví sobre mis pasos y comuniqué al vecino, que aun trataba de tranquilizar a su esposa, que allí no había nadie.

Cuando pasó el susto abandonamos el chalet. No tardó mucho en que Ciudad Jardín entrara otra vez en el silencio habitual de aquellas horas. Tuve la santa paciencia de esperar sentado tres calles más arriba desde donde se divisaba perfectamente todo lo que sucedía en aquella casa. Pasada una hora vi junto a mi amigo, al que puse al corriente de lo ocurrido, como del muro bajaba con mucha dificultad el intruso. Iba cojeando de forma ostensible. Cuando el hombre dejó atrás la calle, respiramos tranquilos.

Durante días le di vueltas al asunto. Había algo que no me cuadraba. Imaginaba que la señora al cuidado del  servicio había escuchado el ruido del motor del coche de su jefe y como se abría la cancela. Que asustada por la circunstancia de que la encontraran dentro de la mansión con su amante, le conminó a que saltara y al ver que estaba accidentado, pero a buen recaudo bajo de la frondosidad de las plantas, optó por culpar a un supuesto ladrón, por si los patrones habían visto al hombre como se descolgaba desde el primer piso.

 No volví a ver a pensar en aquel acontecimiento hasta que pasados unos meses, ya con la historia olvidada, presencié un hecho que cargó aún más de misterio lo ocurrido.

En la baranda de troncos de eucaliptos que cercaban la Piscina Julio Navarro nos sentábamos cada noche a charlar los amiguetes y poner al día las últimas novedades ocurridas en la pandilla. Por allí pasaban hacia la calle Beethoven, lugar donde no había luces -farolas sí pues nos encargábamos de tenerlas siempre fuera de funcionamiento-, las parejas de enamorados que disfrutaban de sus soledades, en la más estricta oscuridad. Lo normal es que pasaran en dirección a León y Castillo y se parasen a medio camino. No era usual que una mujer sola como aquella tomara la oscura vía. La dama era morena, esbelta, bella y de mediana edad. Con la cabeza agachada trataba de esconder su rostro. La miré con intención de ver su cara. Al momento de observarla me pareció conocida pero no lograba recordarla. Caminaba lentamente como con miedo a entrar en la calle. Pero no desestimó la idea y se introdujo vía abajo. Me acerqué a la esquina hasta colocarme oculto. Observé como miraba continuamente hacia atrás. Al momento un coche Mercedes negro giró por la rotonda y bajó en aquella dirección tomando la calle. No tuve dudas, lo conocí al instante, se trataba del Señor Medina. Me quedé pegado a la pared hasta ver que hacía y vi como paró su coche a la altura del patio del Colegio Salesiano. La mujer inmediatamente entró en el asiento delantero del coche. Las luces se apagaron y allí quedaron. Ya conseguido mi objetivo me retiré. Entonces fue cuando la recordé. Inmediatamente supe que la mujer era la misma que nerviosa gritaba desde el quicio de la ventana: <<¡Al ladrón! ¡Al ladrón!>>.

Aquella noche nos fuimos cerca de las doce a casa. Yo intervine poco en la conversación. No podía quitar de mi cabeza el encuentro de ambos personajes. Y tengo que decir  que si tuve dudas antes del suceso, de allí me fui con muchas más.

Dudas que me siguieron atormentado, con el paso de los meses. Pero tengo que añadir que una mañana cuando caminaba rumbo a la playa, y tomé aquella vía del suceso pude observar al conceptuado ladrón trabajando de jardinero en la mansión del Señor Medina. Estaba con una manguera mojando las enredaderas de la valla por donde había huído. Me reconoció y por supuesto yo a él.  Al pasar a su lado esbozó una ligera sonrisa y con un leve susurro me dijo:

-Gracias, amigo, te debo una... 

No acerté a contestarle, me quedé desconcertado. Asentí con la cabeza y le sonreí. Caminé hacía la calle León y Castillo para cruzar hasta la Playa de Manolito el de la tienda de aceite y vinagre. Nunca supe quien era, ni mucho menos que relación tenía con aquella señora, ni que pasó aquella noche en la casa del Señor Medina. Solo viví todo aquello y así, pasado más de medio siglo lo narro, aún con tantas dudas como el primer momento. 

Nota:
Me he permitido cambiar nombres. Tampoco la foto se corresponde con la casa donde ocurrió este acontecimiento. Sin embargo, en honor a la verdad, tengo que decir que el hecho ocurrió tal como lo he relatado.

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