domingo, 20 de diciembre de 2015

Un modelo de vida para toda una existencia. (20.12.2015).



Mónica, la más pequeña de once hermanos, fue acostada desde que nació en cuna de tea. Su padre, dueño de una gran fortuna, formó junto a su estricta y religiosa esposa una gran familia. La niña, desde que tuvo uso de razón siempre supo que jamás conocería varón. Así lo dispuso su madre, quien había marcado a fuego la teoría: “La más pequeña de las hijas se quedará soltera para cuidar de sus padres”. Y eso ella, la joven acaudalada criada también religiosamente, lo había tomado como un halago hacia su persona. De forma que en ese menester fue feliz mientras le duró el convencimiento.

Así que por nada del mundo, la guapa benjamina de la familia, podía dejarse pretender. Tampoco hacer pandilla donde chicos y chicas de Ciudad Jardín intercambiaran relaciones, aunque no fueran amorosas. Ella dedicaba sus horas a sus estudios en las Teresianas, a sus tareas en casa y como entretenimiento al manejo con habilidad adquirida del encaje de bolillos y crochet. Y como gran desahogo personal la educada señorita adquirió el gusto, de la mano de su criada, de embellecer las múltiples macetas de su bello jardín.

Cuando iban los domingos a misa de doce, sus padres se hacían acompañar por toda la prole al Colegio Salesiano. Un paseo de no más de siete minutos desde la calle Brasil, donde estaba ubicado su hermoso chalet. Allí, sentada en el banco y entre sus progenitores, escuchaba la palabra del sacerdote y recibía como dardo ardiendo la mirada en su pelo de oro, de un joven que cada festividad se sentaba unos asientos detrás de ella. 


 El joven que no tenía nombre la miraba con sus ojos verdes. A la chica, durante el Adviento esas miradas le parecieron insolentes. Luego, con el paso de la Cuaresma le fueron llamando la atención y cada vez les resultaron más tiernas. Y al final, llegado el Domingo de Resurrección aquellas insistentes observaciones le parecieron definitivamente arrebatadoras. Con ese cambio de parecer ya la teoría de su madre, con respecto a su relación con los hombres, dejó de ser un halago para convertirse en un martirio. Y como desahogo a tanto amor leía las Rimas de Becker para tratar de acompañar aquella triste situación.

Pero el tiempo pasó y la actitud de la señora, dueña del futuro de su hija, se mantuvo firme. Fueron años de encuentros en la distancia y en la visión durante las visitas a la Iglesia. Muchas miradas de amor por parte de ella y tantas por igual de él. Pero con la incógnita del pretendiente, por el extraño proceder de la bella mujer.



Total que la joven del pelo de oro marcó canas y arrugas y al chico de los ojos verdes le cayeron dos párpados como cascadas sobre los hermosos luceros que fueron en su día. Después, acudieron a misa tres en lugar de cuatro. Y pasaron muchos años litúrgicos sin que aquel amor al desconocido, pudiera hacerlo efectivo. Ella, la rubia del pelo de oro, ya mayor, al final del oficio de las doce ayudaba a su madre muy desmejorada a caminar entre los bancos de la iglesia. Paso a paso se encaminaban lentamente hacia la salida. Eso sí al cruzar por delante del que fue y seguía siendo su amor de los ojos verdes, le dirigía una pequeña sonrisa. Él, esa sonrisa la agradecía y lo derretía, pero seguía sin entenderla. Se preguntaba si sería por agradecimiento a la constancia en el amor, aunque fuera en la lejanía.

Así siguieron sin cruzarse palabra. Un día, el que fue joven de los ojos de color verde, no acudió a la misa. La que fue chica rubia de los pelos de oro miraba insistentemente hacia el lugar que ocupó su desconocido y único amor de toda una vida. Después esa circunstancia se repitió eucaristía tras eucaristía.

Ahora, sigue yendo a misa de doce al Colegio Salesiano. Allí, espera sola en el banco de madera mientras pone a disposición de su pensamiento el calor de la mirada del chico de los ojos verdes.










   


    

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