Mónica, la más pequeña de once hermanos, fue acostada desde que
nació en cuna de tea. Su padre, dueño de una gran fortuna, formó junto a su
estricta y religiosa esposa una gran familia. La niña, desde que tuvo uso de
razón siempre supo que jamás conocería varón. Así lo dispuso su madre, quien había
marcado a fuego la teoría: “La más pequeña de las hijas se quedará soltera para
cuidar de sus padres”. Y eso ella, la joven acaudalada criada también
religiosamente, lo había tomado como un halago hacia su persona. De forma que
en ese menester fue feliz mientras le duró el convencimiento.
Así que por nada del mundo, la guapa benjamina de la familia,
podía dejarse pretender. Tampoco hacer pandilla donde chicos y chicas de Ciudad
Jardín intercambiaran relaciones, aunque no fueran amorosas. Ella dedicaba sus
horas a sus estudios en las Teresianas, a sus tareas en casa y como
entretenimiento al manejo con habilidad adquirida del encaje de bolillos y
crochet. Y como gran desahogo personal la educada señorita adquirió el gusto,
de la mano de su criada, de embellecer las múltiples macetas de su bello jardín.
Cuando iban los domingos a misa de doce, sus padres se hacían
acompañar por toda la prole al Colegio Salesiano. Un paseo de no más de siete
minutos desde la calle Brasil, donde estaba ubicado su hermoso chalet. Allí, sentada
en el banco y entre sus progenitores, escuchaba la palabra del sacerdote y
recibía como dardo ardiendo la mirada en su pelo de oro, de un joven que cada
festividad se sentaba unos asientos detrás de ella.
Pero el tiempo pasó y la actitud de la señora, dueña del futuro de
su hija, se mantuvo firme. Fueron años de encuentros en la distancia y en la
visión durante las visitas a la Iglesia. Muchas miradas de amor por parte de ella
y tantas por igual de él. Pero con la incógnita del pretendiente, por el
extraño proceder de la bella mujer.
Total que la joven del pelo de oro marcó canas y arrugas y al
chico de los ojos verdes le cayeron dos párpados como cascadas sobre los hermosos
luceros que fueron en su día. Después, acudieron a misa tres en lugar de
cuatro. Y pasaron muchos años litúrgicos sin que aquel amor al desconocido,
pudiera hacerlo efectivo. Ella, la rubia del pelo de oro, ya mayor, al final
del oficio de las doce ayudaba a su madre muy desmejorada a caminar entre los
bancos de la iglesia. Paso a paso se encaminaban lentamente hacia la salida.
Eso sí al cruzar por delante del que fue y seguía siendo su amor de los ojos
verdes, le dirigía una pequeña sonrisa. Él, esa sonrisa la agradecía y lo
derretía, pero seguía sin entenderla. Se preguntaba si sería por agradecimiento
a la constancia en el amor, aunque fuera en la lejanía.
Así siguieron sin cruzarse palabra. Un día, el que fue joven de los ojos de
color verde, no acudió a la misa. La que fue chica rubia de los pelos de
oro miraba insistentemente hacia el lugar que ocupó su desconocido y único amor
de toda una vida. Después esa circunstancia se repitió eucaristía tras
eucaristía.
Ahora, sigue yendo a misa de doce al Colegio Salesiano. Allí, espera
sola en el banco de madera mientras pone a disposición de su pensamiento el
calor de la mirada del chico de los ojos verdes.
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