"La Casa abandonada". Capítulo del libro "La Banda del Cerepe y Hurto en el Zoo del Parque Doramas" de Joaquín Nieto Reguera; publicado por Cíclope Editores (2011). Colección Doramas (Nº2).
Ciudad Jardín fue siempre una zona residencial. Allí
vivían familias canarias adineradas y muchos extranjeros, sobre todo ingleses.
La mayor parte de las casas eran mansiones coloniales que lucían hermosas entre
jardines muy cuidados y donde correteaban los niños y sus mascotas, en caso de
los ingleses unos perros alargados que arrastraban sus orejas por el suelo y a
los que los chiquillos llamaban salchichas. Sus dueños eran empresarios,
profesionales liberales y diplomáticos que elegían el lugar buscando
tranquilidad.
Algunas de aquellas mansiones quedaron con el paso de los
años como lugar de vacaciones, pues sus dueños volvieron a sus países de origen
para luego regresar en los meses de invierno y disfrutar del buen tiempo de la
Isla. Y otras quedaron deshabitadas. Tal era el caso de la casa abandonada situada
en la Calle Rafael Dávila. Los cerepes la llamaban así pues permanecía cerrada
y eso daba lugar a que los miembros de La Banda la visitaran continuamente
adueñándose de ella y haciendo uso de todo lo que encontraban.
Al día siguiente del paso por el subterráneo, un domingo
de calor insoportable, los jóvenes tardaron en reunirse frente al Hotel Las
Palmeras. Sólo Toni el Morocho y Gavi llegaron fieles a la cita ocupando
el murito que daba paso a la entrada de las oficinas.
—Estos no vienen y perdemos la mañana —dijo Gavi con
gesto de no gustarle la tardanza de sus amigos.
—Estarán descansando de haber dormido la noche... —bromeó
el Morocho.
—Ya tú ves, pues hoy era el día perfecto para ir a darle
una vuelta a los pichones de la casa abandonada —Gavi cambió la
conversación—. Al menos una docena podríamos traernos y llevarlos mañana al
Mercado del Puerto para ganarnos unas pesetas.
—¿Y qué problema hay en que vayamos los dos, hacemos el
trabajo y nos compartimos las ganancias? Seguro que tocamos a más... —propuso
Toni.
—Por mí, de acuerdo. Pasamos por mi casa y cogemos una de
las jaulas. Después, a la vuelta podremos llevarnos los pichones a mi azotea, los metemos en el palomar y mañana
vamos temprano como un tiro a venderlos —sentenció Gavi.
—Pues andando y que la gente siga durmiendo...
Mientras cruzaban Ciudad Jardín iban recordando cuando
entraron por primera vez en la casa abandonada. Habían observado la
ausencia de personas en la vivienda y llevados por la curiosidad decidieron
saltar la valla y atravesar el enorme jardín para entrar. Se encontraron con una
gran mansión. Toda ella era de madera. La planta noble, donde se ubicaban los
salones, despachos y comedor, estaban abiertos al exterior a través de terrazas
que daban al jardín donde había una piscina, en aquel momento vacía. Una
escalera de servicio conducía a un sótano donde estaban la cocina, la despensa
y una bodega. Frente a la puerta principal, una ancha escalera con barandales
metálicos daba paso a la planta con ocho habitaciones y sus respectivos baños.
En el piso superior estaban los aposentos del personal de servicio, una zona
tan amplia como la baja y con tantos cuartos como la inferior, pero que sólo
disponía de dos aseos, uno para hombres y el otro para mujeres. Desde allí se
podía acceder al cobertizo sin ventanales donde anidaban las palomas. De los
pichones se escogían aquellos que ya comían solos y estaban punto de arrancar
el vuelo. Esas eran las condiciones que exigía el puestero del Mercado para
quedárselos.
Aquella primera vez que entraron en la mansión pasaron
mucho miedo. No sabían que podrían encontrase. A ello hubo que añadir los
ruidos de las pisadas sobre la tea y un cierto tufillo a antigüedad y por tanto
a misterio. Todo ello hacía que les temblaran las piernas cada vez que se movían pausadamente e
intranquilos.
—Esta vez va a ser distinto... —dijo Gavi sonriendo.
—Eso espero. Hemos entrado tantas veces y nunca ha pasado
nada que no entiendo porqué no va a ser igual —aseveró el Morocho dejando
claro que no tenía dudas sobre lo que pudiera suceder.
Pero una vez dentro de la mansión Gavi volvió a percibir
las mismas sensaciones que obtuvo en la primera visita. Miró a su amigo y
estuvo a punto de decirle que desistieran, pero aquel inició el ascenso por la
escalera sin darle oportunidad alguna y sin que le quedara otro remedio que
seguirle. Subieron con premura hasta que se pararon en la puerta del vestíbulo
para abrirla lentamente y no asustar a las aves que estaban echadas en los nidos o que daban los primeros
pasos por el suelo del habitáculo. La tarea se hizo con eficacia. Enseguida
cogieron ocho lindos pichones de diversas parejas y colores. Después, cerraron
la puerta e iniciaron el descenso compartiendo el peso de la jaula que llevaban
agarrada por un asidero de cuerda lo suficientemente ancho para que cupieran
sus manos.
Gavi había perdido sus temores y estaba mucho más
relajado mientras bajaban, pero tanto a él como a su amigo los corazones les
dieron un salto cuando en el vestíbulo principal les esperaba, cerrándoles el
paso un hombre que con cara destemplada, con los brazos en jarras y con dureza
en su voz, les interrogó sobre lo que estaban haciendo:
—¿A dónde van con esas palomas? —el individuo tenía una
gran estatura, una espesa barba y su apariencia era la de un mendigo pues su desaliñado aspecto así lo
delataba. Los chicos se pararon y cruzaron una mirada de perplejidad ante la
situación que se les había presentado y que debían superar.
—Cada mes venimos a llevarnos nuestros pichones —dijo lo
primero que se le ocurrió el Morocho.
Imagen original del libro realizada por el Ilustrador José Socorro.
—¡Sus pichones, sus pichones...! —repitió el hombre
elevando el tono de la voz—, querrán decir mis pichones, pues de ellos me
alimento. Y, además, esta casa es privada. Es mi casa, yo la habito desde
hace mucho tiempo ¿Cómo se les ocurre venir aquí a romper la intimidad y a
apoderarse de mis propiedades?
Aquellas últimas palabras no gustaron a los chicos.
Estaban seguros de que su interlocutor mentía pues conocían muy bien el tiempo
que la casa llevaba vacía.
Pero no era cuestión de desmentir sin saber qué tipo de
personaje era aquél y cómo podía reaccionar, así que Gavi tomó la palabra para
tratar de apaciguar sus ánimos:
—Decimos que los pichones son nuestros porque las palomas
lo son. Se trata de palomas anilladas por nosotros, que pertenecen a nuestros
palomares y que no regresan pues vienen a criar aquí ya que así se han
acostumbrado. Hace mucho tiempo que venimos a llevárnoslos.
El hombre se quedó pensativo durante unos segundos pero
rápidamente reaccionó contestando en el mismo tono de acritud que antes había
empleado:
—Parece lógico lo que dicen, pero no me van a engañar
pues no todas las palomas están anilladas, un buen número de ellas no tienen marca de propiedad y son
salvajes.
—Bueno —intervino Toni apoyando a su amigo-, Usted tiene
razón, algunas son salvajes pero sólo aquellas que siendo pichones nosotros no
las hemos escogido para nuestros palomares porque no son bonitas o tienen
defectos en el plumaje...
Los chicos notaron como el hombre había encajado sus
razonamientos, pues bajó los brazos de su cintura y optó una pose más relajada.
Inmediatamente se acercó al escalón bajo y apoyando su brazo izquierdo en el
barandal les dijo:
—Bien, parece que dicen la verdad. Bajen, hablemos y
seguro que llegaremos a un entendimiento.
Los chicos respiraron tranquilos e iniciaron el descenso.
Luego, los tres se sentaron en el suelo del vestíbulo enfrascándose en una
larga conversación, que a medida que pasaba el tiempo se iba haciendo más
sincera y entrañable, lo que acabó por romper la mala impresión del principio.
A lo que sí llegaron rápidamente fue a la conclusión de
que aquel hombre era todo un personaje con una historia muy singular. Dijo
llamarse Alfredo y haber cumplido los cuarenta y cinco años aunque aparentaba
tener menos edad. Desde muy joven había dejado los estudios y su hogar para
viajar por el mundo, pues esa fue siempre su ilusión. Había visitado todos los
continentes y trabajado en miles de trabajos circunstanciales con el único
objetivo de financiarse la siguiente aventura. A la vuelta de uno de esos
viajes, al verse sin posibilidades económicas decidió alistarse en La Legión. Según comentó a sus nuevos amigos había
estado en las refriegas de las colonias españolas en África y cansado de la
vida militar había decidido licenciarse para no tener que tomar nunca más las
armas en sus manos.
Después de ese buen rato Alfredo les pidió dos pichones a
los chicos para el almuerzo y mucha discreción sobre su estancia en la mansión
abandonada, pues según argumentó no quería que nadie le viniera a molestar ni a
compartir hogar, pues se encontraba muy cómodo en la soledad. Ellos le
prometieron el silencio más absoluto y que seguirían visitándole con más
asiduidad para charlar y conocer aspectos de sus aventuras, así como para
llevarles algo de comer. La despedida fue muy amigable.
Los dos amigos salieron sonriendo de la casa pues había
cumplido sus expectativas. Se iban, además, satisfechos por la nueva amistad,
pero cuando dejaron atrás la calle Rafael Dávila se encontraron con una nueva
sorpresa, pues un despliegue muy grande de la policía militar ocupaba la calle
contigua. Entonces, no tuvieron tiempo de intercambiar palabra alguna pues dos
soldados muy fornidos los tomaron por sus brazos y en volandas y con la jaula
incluida fueron llevados ante la presencia de un mando que estaba sentado en la
parte delantera de uno de los jeeps allí estacionado.
—Estos son los chicos, mi teniente —dijo uno de los
soldados.
El mando descendió del auto con parsimonia y los miró de
arriba abajo. Los dos amigos, hijos de militares acostumbrados al ambiente
militar notaron de inmediato que por su juventud se trataba de un oficial de
academia. Éste, tras el ritual de amedrentamiento les preguntó:
—¿Qué fuisteis a hacer a esa vivienda?
—A pescar, es que no nos ve. Y haga el favor de decirles
a sus soldados que nos quiten las manos de encima —les dijo el Morocho rotundamente.
Una cosa era encontrarse de improviso con un desconocido en una casa abandonada
y otra muy distinta moverse entre militares, algo que toda la vida habían
hecho.
—Me parece que os la dais de listillos. ¿Sabéis con quién
estáis hablando? —prosiguió con su táctica.
—Quien no sabe con quiénes está hablando parece ser usted.
Le repito lo que le pidió mi amigo. Haga el favor de decir a sus soldados que nos quiten las manos de
encima o tendrá que dar explicaciones a nuestros padres en el regimiento —le
dijo Gavi en el mismo tono que había empleado el militar.
El joven teniente captó inmediatamente el mensaje y
supuso que la información que los chicos le habían mandado no podía ser
improvisada, así que hizo una indicación a los soldados y una vez que fueron
liberados continuó con el interrogatorio:
—Luego hablaremos en el regimiento con quien haga falta,
pero ahora es necesario que me digáis con quién os habéis encontrado en esa
casa abandonada.
—Con nadie —dijo rápidamente Toni—, la casa, como usted
dice está abandonada.
—Quiero deciros chicos que os podéis meter en un buen problema
si no colaboráis con nosotros. Si sois hijos de militares estáis obligados a
ayudar y a no dar un disgusto a vuestros padres ¿Este hombre que veis en la
foto es un prófugo, así que os repito: ¿Está en la casa? —el teniente les
enseñó una foto de Alfredo. Iba vestido de legionario y de su pecho colgaban
dos condecoraciones que ellos conocían muy bien: La Laureada y la de San
Hermenegildo. Su amigo se trataba, por tanto, de un soldado ilustre.
—No hemos visto a nadie, esa casa lleva muchos años
vacía. Y con ese militar no nos hemos encontrado —Gavi se aseguró de ser
rotundo y no dejar dudas que pudiera llevarles a desconfiar de sus palabras-.
Es más un profesional con esas condecoraciones no puede ser un prófugo, así que
está perdiendo el tiempo. Allí no hay nadie...
—Bien, que los chicos no se muevan de aquí, luego veremos
en qué queda todo esto. Avisad a los otros que vamos a entrar. Los chavales
están mintiendo y el vecino que llamó a la Policía Armada lo ha identificado.
Iremos con cuidado pues es probable que esté armado —dijo el teniente con
autoridad. Los chicos se cruzaron una mirada y no les hizo falta decirse nada.
La situación era crítica para su amigo.
Se quedaron en silencio mientras veían como los soldados
seguían a su teniente muy pegados a las fachadas de las casas. Cuando llegaron
a la cancela fueron saltándola uno a uno en silencio. La espera se hizo
interminable, pero a los pocos minutos aparecieron de nuevo, pero esta vez con
Alfredo. Lo llevaban a la carrera, esposado y rodeado de todos aquellos que
habían intervenido en la operación. La escena era terrible pues el reo no podía
correr a la velocidad que imponían sus captores y en varias ocasiones tuvieron que
arrastrarlo.
Muy pronto llegaron a la altura de los chicos. Estos no
salían de su asombro. Tenían la esperanza de que pudiera burlar el asedio, pero
no hubo suerte y allí estaba el detenido. Alfredo los miró de reojo al pasar y
ellos comprobaron su tristeza. Ahora, vendría lo peor, pensaron, tener que
enfrentarse a la reprimenda de sus progenitores. Todos se fueron a los jeeps y
una vez que fue introducido en el auto, los mismos soldados que llevaron en
volandas a los chicos volvieron para acercarlos al coche. Allí el oficial le
preguntó a Alfredo si los había visto en la casa. De nuevo, les volvió la
preocupación pero esta vez unida a ligeros temblores en las piernas
—Los vi entrar, pero ellos no me vieron. Vinieron a
buscar pichones. Cada mes lo hacen —la respuesta llenó de alegría a los
jóvenes, si bien no lo reflejaron, sólo Toni se dirigió al oficial para
decirle:
—Le queda claro, teniente. No le hemos mentido, por tanto
nos vamos, si bien sería mucho más humano que tratara con más respeto a un
militar mucho más galardonado que usted y del cual tendría mucho que aprender.
Al teniente se le sonrojaron los cachetes y
atropelladamente se dirigió a ellos para despedirlos:
—Venga, largaos de aquí, no me hagáis cambiar de opinión
y hacer que os tenga que llevar con vuestros padres para que os enseñe
modales...
Pronto la calle quedó vacía, sólo un vecino que había
visto toda la operación aplaudió el paso de la comitiva. Gavi y Toni se miraron
y no fue necesario que dijeran nada, aquel personaje había sido el delator.
Tendrían tiempo de pensar en ello. Emprendieron el camino a casa sin hablar y
sin poder quitarse de la cabeza lo ocurrido. Estaban apenados por la suerte que
podría correr aquella persona que con el tiempo había comprendido lo negativo
del uso de la armas y aunque en parte les había mentido, demostró tener muy
buenos sentimientos, lo que les llenaba de consuelo.
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