Desde
la azotea de su casa divisaba el enorme laurel de indias que copaba gran parte
del jardín de la Residencia de Oficiales del Ejército de Tierra. Un atardecer,
como hiciera infinidad de veces, cuando observaba la llegada a ese refugio de
los diferentes tipos de aves, se percató de la caída al patio central de un
pequeño gorrión que seguramente osó dar su primer vuelo sin estar preparado para ello.
El
corazón le dio un vuelco. Lo siguió con la mirada durante unos segundos. Al
otro lado del jardín el gato azabache dormía plácidamente. Reponía fuerzas, con
toda seguridad, para aprovechar la noche
en su cacería. Lo había visto muchas veces actuar y pensó lo peor. El pequeño
gorrión, comenzando a emplumarse, piaba a buche abierto pidiendo ayuda a sus
progenitores. El joven se desesperó ya que sabía que no podrían socorrerle. El
pajarillo piaba de tal forma que con seguridad despertaría al minino.
No lo pensó ni un segundo. Bajó las escaleras
desde el tercer piso de su casa y corrió hacia el recinto militar. Entró por la
puerta principal como una exhalación. Allí estaba aún el animalito de sus
preocupaciones. El corazón le latía aceleradamente, pero tuvo la destreza de ir
acorralándolo hasta llevarlo al borde de uno de los parterres. Al fin, respiró
tranquilo cuando logró tenerlo a buen recaudo entre sus manos.
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Foto tomada de Biobligia (Dani Studler) |
Así
estuvo un par de semanas, primero en la habitación, luego, ya sin bombillo, en
la caja y después correteando por el piso de la azotea. Lo que no cambió en todo
ese tiempo fue el silbido de llamada y la caña afilada que depositaba la leche
con gofio en su buche. Aquella manera de alimentarlo fue dejando
una mancha inconfundible sobre sus plumas del pecho.
Un
día voló, para posarse en el muro que le ofrecía una vista espléndida de lo que
era un mundo nuevo para él. Más tarde amplió el vuelo e inspeccionó ese espacio
que tenía a su alcance. Su cuidador se preocupó cuando no lo vio en las
inmediaciones, pero al silbar varias veces para darle su comida apareció
volando y se posó ante él en actitud de espera con el buche abierto.
Aquella
operación se repitió durante meses. El gorrión se había acostumbrado a volar
por el mundo, a vivir su vida y a no preocuparse por la comida, pues su
progenitor estaba siempre a la hora prevista ofreciéndole la alimentación.
Un
día dejó de acercarse a la llamada de la comida. Definitivamente entendió que
el pájaro se había emancipado El chico dio por finalizada la relación. Se
sintió triste y a la vez satisfecho de haber realizado una buena acción. Pero
nada más lejos de la realidad, pasado un tiempo en esa constancia del joven por
ver entrar las aves al laurel, el gorrión manchado de gofio le voló hasta donde
él estaba para pedir su ración como lo había hecho otras tantas veces.
Extrañado corrió a la cocina y preparó la papilla. Allí estaba esperándole en
actitud de demanda. Llenó su buche y emprendió vuelo hasta perderse en el
laurel de indias. A los pocos minutos volvió y logrado su objetivo levantó
vuelo hasta su destino. Así repitió tres veces la misma operación.
Cada
tarde volvió a la demanda. Tres vuelos y tres cargas de papilla que el joven entendió
como ayuda para su prole. El sistema no le pudo ir mejor. Después dejó de
acercarse hasta el chico de la plumilla de caña, que había hecho de progenitor
del gorrión de la mancha en el pecho y de su descendencia.